La sucesión de acontecimientos en Siria, particularmente los ataques efectuados por Israel, ha creado una nueva sensación de urgencia en Washington sobre una posible intervención militar, pese a la prudencia exhibida hasta ahora por Barack Obama, que pretende agotar las vías diplomáticas antes de ordenar una acción que puede tener graves consecuencias. El riesgo creciente de la introducción de armas químicas en el conflicto, mencionado ayer por unas contradictorias declaraciones de la ONU, coloca la situación al borde de la línea roja que el presidente norteamericano advirtió de no cruzar.
Carla Ponte, una de las integrantes de una comisión de la ONU creada en 2010 para investigar la situación de los derechos humanos en Siria, dijo ayer en una entrevista a una televisión suiza que existen “fuertes y concretas sospechas, aunque no pruebas incontrovertibles” de que algunos grupos de la oposición han utilizado gas sarín. Del Ponte añadió que, probablemente, también el régimen de Bachir al Asad había usado ese armamento. Posteriormente, la propio comisión emitió un comunicado en el que desmentía a la funcionaria y precisaba que no existían “hallazgos concluyentes” sobre ese asunto.
El portavoz de la Casa Blanca, Jay Carney, manifestó que el Gobierno norteamericano era “muy escéptico sobre las denuncias de que la oposición ha usado armas químicas”. “Si esas armas han sido utilizadas, lo más probable es que haya sido por parte del régimen”, añadió.
La confusión no resulta demasiado tranquilizadora ni para Israel ni para Estados Unidos. Por un lado, prolonga esta difícil etapa de comprobación de datos que parecen estar en manos del todo del mundo pero que nadie quiere dar por definitivos. Por el otro, estas declaraciones contradictorias alertan sobre el riesgo de una proliferación de armas químicas en Siria, lo que, dadas las dudas sobre la verdadera naturaleza de la oposición, solo contribuye a incrementar la preocupación general por las consecuencias de ese conflicto.
Esa preocupación es más grave en Washington que en cualquier otro lugar, ya que la Administración norteamericana se encuentra en pleno proceso de decidir el siguiente paso a dar en Siria, que de forma cada día más clara se vislumbra como un paso de carácter militar.
Los bombardeos ejecutados por Israel en los últimos días han empujado las cosas en esa dirección, por dos razones, principalmente: una, porque demuestran que Israel siente su seguridad amenazada por la guerra en Siria; dos, porque esos ataques han permitido comprobar que es posible hacerlos sin enormes peligros.
“Si Israel ha podido penetrar con tanta facilidad las defensas antiaéreas siria, ¿por qué no puede hacerlo EE UU?", preguntó ayer el senador John McCain, que encabeza un grupo de influyentes congresistas que presionan a la Administración para que actúe sin más dilación.
El vicesecretario de Estado, William Burns, aseguró este fin de semana que “es necesario trabajar más intensamente con los aliados y con la oposición para acelerar la salida de Asad mientras siga quedando algo de Siria por salvar”, y reconoció “la urgencia de actuar a medida que crecen los costes humanos y estratégicos”.
La política oficial, sin embargo, es la de que se está procediendo a una absoluta confirmación de los datos obtenidos por los servicios de inteligencia sobre el uso de armas químicas. “Creo que la sociedad norteamericana puede esperar que, cuando el Gobierno tiene que tomar una decisión que puede poner en riesgo vidas norteamericanas, lo haga teniendo la certeza de por qué se hace y de forma responsable”, declaró el portavoz de la Casa Blanca.
Carney tuvo que responder a varias preguntas sobre si Obama no estaba rompiendo el compromiso asumido desde agosto del año pasado de que no toleraría el uso de armas químicas en Siria. Ese es el aspecto más complicado, desde el punto de vista político, de este caso: Obama puso la palabra del presidente de EE UU sobre la mesa, y ahora, su credibilidad y la de su nación están en juego
Los argumentos en ese sentido se multiplican a diario, tanto entre republicanos como demócratas. Este lunes, el ex director de The New York Times, Bill Keller, publicaba un artículo en el que advertía al presidente que los errores cometidos en Irak no debían impedirle ahora hacer lo que sea justo hacer en Siria.
Abocado, aparentemente, por un camino sin retorno, Obama intenta construir el marco internacional adecuado para una intervención militar con las mayores garantías de éxito. El punto más delicado en esa estrategia es Rusia, a donde hoy llega el secretario de Estado, John Kerry, para entrevistarse con el presidente Vladimir Putin y tratar de vencer la resistencia de ese país a derrocar a Asad.
Kerry tiene por delante una misión muy difícil. Ayer mismo, un portavoz del Ministerio ruso de Relaciones Exteriores manifestó su preocupación ante “las señales de que la opinión pública internacional está siendo preparada para una posible intervención militar en Siria”.
La posición de Rusia sobre Siria, donde mantiene su última base militar en el extranjero, ha ido evolucionando en los últimos meses en el sentido de marcar distancias con Asad, pero aún no parece preparado para contribuir a su derrocamiento, y muchos menos para hacerlo mediante el uso de una fuerza internacional.
EE UU y Rusia tienen algunos intereses comunes en Siria, como el deseo de evitar el surgimiento de grupos islámicos radicales o la propagación de armas químicas. En ese terreno compartido tendrá que intentar moverse Kerry para que Moscú, al menos, deje hacer a EE UU sin una frontal oposición.
Otros aliados imprescindibles serán los gobiernos árabes, menos manejables hoy que en otros tiempos, y que pueden interpretar un ataque a Siria como un conflicto regional, sobre todo si Israel está por medio.
Lissette Garcia
RosasSinEspinas
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