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La vida en la casa de los horrores de Cleveland

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Adicto al sexo y despiadado. Así se definió Ariel Castro cuando la Policía le detuvo el pasado lunes. Ni una señal de arrepentimiento por haber retenido durante diez años a tres jóvenes y haber abusado de ellas brutalmente. Incluso mostró deleite en su éxito: en el primer interrogatorio del FBI rememoró todo los detalles de cómo logró secuestrarlas entre 2002 y 2004 –recordaba incluso cómo iban vestidas cada una de ellas–, y destacó su capacidad para despistar a la Policía hasta la fecha. Lo único que parecía pesarle era que el engaño no hubiera podido durar más tiempo. [Consulta el gráfico a tamaño completo] Ni Castro, de 52 años, mostró misericordia con sus víctimas, ni sus hijos la muestran ahora con él. «Es un monstruo», «que le ejecuten», han dicho sus hijas Arlene y Angie, que habían sido amigas de una de las cautivas, Gina DeJesus, la tercera en desaparecer. Los tres secuestros tuvieron lugar en la misma calle de Cleveland, Lorain Avenue, en tres puntos separados solo por unos doscientos metros. El primero fue el de Michelle Knight, el 2 de agosto de 2002. Tenía 21 años. Su desaparición tuvo poco eco. Las desavenencias con su madre y especialmente con el marido de esta, así como la edad, parecían indicar que se había fugado de casa. En poco tiempo la Policía retiró su nombre de la lista de personas desaparecidas. Cámara de tortura Ante la rapidez con que la Policía abandonó el caso, Castro volvió al ataque el 21 de abril de 2003. Ese día se acercó a Amanda Berry cuando salía de trabajar en un Burger King. La joven tenía 16 años y al día siguiente cumplía los 17. El secuestrador entró en conversación diciéndole que un hijo suyo trabajaba en el mismo establecimiento, y la invitó a subir al coche para llevarla a su hogar. Castro, nacido en Puerto Rico, emigrado de pequeño con su familia a Cleveland y empleado hasta 2012 como conductor de autobús escolar, había acondicionado previamente su casa como «cámara de tortura y prisión privada», según palabras del fiscal del caso. Tras la marcha de su esposa, Grimilda Figueroa, que abandonó el hogar en 1996 llevándose a los cuatro hijos del matrimonio, tres niñas y un niño, Castro había creado una mazmorra en el sótano. «Mi padre había puesto candados en las puertas del sótano, el ático y el garaje, y no nos dejaba pasar a nadie cuando íbamos a verle», ha explicado su hijo Anthony. Ya violento con su esposa, a la que siguió pegando tras su separación –en 2005 ella presentó una denuncia por nariz rota, fractura de costillas, hombros dislocados y coágulo en el cerebro; murió en 2012–, Castro empleó también la fuerza contra sus detenidas, de las que inmediatamente comenzó a abusar sexualmente. A pesar de la seguridad que transmitía entre sus vecinos –sus paseos en una ruidosa moto por el vecindario, su actividad en grupos de música caribeña–, a Castro no le satisfacía la vida que llevaba. A comienzos de 2004 llegó a pensar en el suicidio y escribió una nota, ahora encontrada por el FBI, en la que decía: «Soy un depredador sexual. Necesito ayuda». En ella aseguraba haber sido sometido a maltratos de sus padres y a abusos de un tío. Pero sus palabras no traslucían arrepentimiento. «Están aquí contra su voluntad porque cometieron el error de subirse a un coche con un completo desconocido», escribió sobre sus víctimas. Además, ya estaba pensando en un tercer rapto. «No sé para qué sigo buscando otra. Ya tengo a dos en mi poder». Gina, una amiga de sus hijas Este ocurrió el 2 de abril de 2004. Castro buscó esta vez a una conocida de sus hijas, Gina DeJesus, de 13 años, especialmente amiga de una de ellas, Arlene. Se le acercó y propuso llevarla a reencontrarse con Arlene. Las tres fechas de los secuestros eran festejados por Castro, que a lo largo de los años obligó a sus víctimas a celebrar su «nuevo nacimiento» con cena especial y pastel de cumpleaños. Era parte de un estudiado sistema de castigos y premios para quitar toda esperanza de fuga de sus víctimas y anularlas psicológicamente. Tras un primer tiempo encadenadas en el sótano, en habitáculos separados, a medida que las «educaba» las permitía subir a la primera planta, donde podían tener relación entre ellas. Los abusos sexuales fueron continuos. Michelle Knight llegó a quedar embarazada al menos en cinco ocasiones. En todas ellas, Castro la estuvo golpeando brutalmente en el vientre y la sometió a restricción de comida hasta que la hizo abortar. Gina DeJesus, que también ha contado al FBI que fue obligada a frecuentes actos sexuales, no es consciente de haber quedado embarazada, aunque la gestación pudo haberse interrumpido muy tempranamente por los maltratos. La única gestación completada fue la de Amanda Berry, que hace seis años dio a luz una niña. El parto tuvo lugar en una piscina de plástico y Michelle actuó de comadrona, bajo amenaza de muerte si el bebé fallecía. Con el tiempo, Castro comenzó a sacar a pasear a la pequeña Jocelyn. La llevaba al parque –siempre a horas muy tempranas para coincidir con la menos gente posible– y muchos fines de semana iba con ella a ver a su madre, que la niña fue enseñada a llamar abuela. Castro decía a su madre que la había tenido con una novia, y a los vecinos les explicaba que era hija de uno de sus hijos. Las tres mujeres nunca salieron a la calle. En un par de ocasiones dos de ellas fueron trasladadas al contiguo garaje. No está claro si pudieron salir alguna vez al patio. Algunos vecinos aseguran que eso ocurrió y, extrañados también por haber visto a alguna mujer haciendo señas desde una ventana, avisaron a la Policía. Esta niega las llamadas. Las autoridades indican que desde 2002 solo tuvieron una vez motivo para ir a la casa, para interrogar a Castro por haber dejado a un niño en el autobús escolar durante la hora del almuerzo. No pasaron de la puerta. La posible negligencia policial, en cualquier caso, estaría al nivel de la del vecindario, formado sobre todo por inmigrantes puertorriqueños, entre ellos tíos de Castro, que hacían la vista gorda ante sus comportamientos extraños. «Nadie quiere ser llamado chafardero», explicó uno de ellos. Un feliz descuido El pasado lunes, Castro pidió prestada una cortadora de césped y marchó a arreglar el jardín de su madre. Luego se fue con su hermano Onil, que vive con ella, a tomar algo. Ese fue el momento aprovechado por Amanda para escapar con su hija. Castro había olvidado cerrar la puerta principal; solo había cerrado la contrapuerta, de marco de aluminio y el resto de material plástico trasparente. Mientras Gina y Michelle se vieron sin fuerzas para probar suerte, ante la convicción de que era otro de los engaños de Castro para castigarlas, Amanda tuvo el coraje adicional, probablemente pensando en su hija. Al acercarse a la contrapuerta y verla cerrada, comenzó a gritar llamando la atención de los vecinos. Aunque alguno de ellos ha sido saludado después por los medios como el héroe de la liberación, los investigadores insisten en que «la verdadera heroína fue Amanda, que arriesgó su vida». Lissette Garcia RosasSinEspinas

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