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No hay luna de miel sectores de la Curia se resisten a las reformas drásticas anunciadas por Francisco

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La luna de miel del papa Francisco está a punto de acabar. Las últimas celebraciones jubilosas de sus primeros cuatro meses de pontificado serán las Jornadas Mundiales de la Juventud (JMJ) que comienzan el martes en Río de Janeiro. El verano sin veraneo de Jorge Mario Bergoglio marcará la frontera entre su triunfal llegada a la silla de Pedro —el pasado 13 de marzo, directamente desde el fin del mundo— y su prometida batalla, no necesariamente incruenta, para limpiar la Iglesia. El mejor ejemplo de lo que se avecina se ha escenificado en las últimas horas. Después de unos meses de tensa calma en los despachos de la Curia —entre sorprendidos por la instantánea popularidad del nuevo pontífice y preocupados por la anunciada pérdida de sus privilegios—, los altos jerarcas de la Santa Sede han vuelto a tirar de informes envenenados para recordarle a Francisco quién manda, todavía, en el poderoso consejo de administración del Vaticano. El viernes se supo que Jorge Mario Bergoglio había sido víctima de una trampa muy bien urdida. El semanario italiano L’Espresso publicó que monseñor Battista Ricca, el prelado nombrado el pasado 15 de junio para vigilar el funcionamiento del Instituto para las Obras de Religión (IOR), tenía un pasado muy alejado de la ortodoxia de la Iglesia. Durante su permanencia en la nunciatura de Montevideo, monseñor Ricca, de 57 años, mantuvo una relación sentimental con un capitán del Ejército suizo, al que alojó y dio empleo en la mismísima legación del Vaticano en Uruguay. Además, su afición a la vida disipada lo llevó a verse envuelto en reyertas de las que salió con el rostro tan magullado como su currículo. Pero el problema va mucho más allá de los pecados mundanos del diplomático vaticano. La cuestión es que nadie de la Curia advirtió al Papa de que el expediente de Battista Ricca había sido blanqueado hasta hacerlo parecer intachable. Lo dejaron equivocarse para, una vez cometido el error, airear hasta el último detalle de la ajetreada vida del hombre elegido por Bergoglio para frenar la corrupción en el banco del Vaticano. No era nada personal. El aviso había sido cursado. Hasta ahora, Francisco se ha dedicado a gustar. Su discurso —“deseo una Iglesia pobre y para los pobres”—, sus gestos —el primer viaje fuera del Vaticano fue para reconfortar a los inmigrantes olvidados en la isla de Lampedusa— y sus proyectos —reformar el poder económico de la Iglesia para hacerlo comulgar con la decencia— han podido ser asumidos por cristianos y laicos con idéntico entusiasmo. El balance no es malo. La plaza de San Pedro se llena cada miércoles de fieles con el orgullo recobrado de pertenecer a la Iglesia y los medios internacionales —portada de la revista Time incluida— siguen postrados a sus pies. Por si fuera poco, Jorge Mario Bergoglio ha evitado hábilmente referirse a las cuestiones más peliagudas. No ha hablado de aborto ni de eutanasia ni de matrimonio homosexual. Las dificultades llegarán cuando este papa que tan bien cae a los sectores más progresistas no responda a ciertos anhelos erróneamente albergados. Porque se apellide Ratzinger o Bergoglio, sea un teólogo alemán tímido y reservado o un argentino con don de gentes, se trata del Sumo Pontífice, el guardián de las esencias de la Iglesia católica. Una cuestión principal que llega a olvidarse porque los únicos callos que hasta ahora ha pisado Francisco con sus zapatones negros de suelas gastadas han sido los de los poderosos hombres de la Curia. Siendo uno de ellos, parece uno de los nuestros. Pero, al regreso del verano, el papa Francisco, de carácter campechano, tan distinto a la timidez ensimismada de Benedicto XVI, tendrá que ponerse serio. Los grupos de trabajo que ha organizado para reformar la Curia y el banco del Vaticano, recortar los gastos y combatir la corrupción irán dejando las conclusiones sobre la mesa de su despacho en la residencia de Santa Marta. Nadie duda de que un sector de la jerarquía vaticana se resistirá a ser arrojado a las tinieblas y entonces llegarán los llantos y el crujir de dientes. Desde hace cuatro meses, cada discurso de Francisco destruye un peldaño del pasado. No puede haber vuelta atrás ni componendas. No hay duda de que el papa argentino ha adquirido un compromiso consigo mismo y con los cardenales que le apoyaron —sobre todo con aquellos que desde el otro lado del Atlántico están hartos de que la Iglesia universal se haya convertido en una oficina italiana de intercambio de favores— para ejecutar una gran reforma. Pero tampoco hay duda de que será difícil, dolorosa y teñida por el escándalo. Lissette Garcia RosasSinEspinas

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