La minería a cielo abierto, denostada desde su inicio por las miserables regalías impuestas por el Estado a las compañías a quienes se les concede la utilidad (un 1%), y el temor campesino por la destrucción del hábitat natural, ha sido una fuente creciente de conflictos en Guatemala. Los más recientes ocurrieron el 30 de abril en las provincias de Jalapa y Santa Rosa (en el este del país, en la frontera con El Salvador), donde una turba atacó las viviendas de los empleados de la mina San Rafael, de capital canadiense, las saqueó e incendió, junto a los automóviles de los empleados.
Un contingente policíaco enviado al lugar fue recibido a balazos, con el saldo de un agente muerto. La turba, compuesta por unas 500 personas que se cubrían el rostro, copó a los agentes, los despojó de sus armas de reglamento y los mantuvo en calidad de rehenes.
Según la versión oficial, los captores negociaron la liberación de sus rehenes directamente con el ministro de Energía y Minas, Erick Archila, a cambio del cierre del proyecto minero. No podía haber acuerdo y comandos especiales fueron movilizados para liberar a sus compañeros. En un intercambio de disparos, 10 de los rehenes resultaron con heridas.
El ministro de Gobernación (Interior), Mauricio López Bonilla, señaló que esas acciones “no son obra de comunitarios, gente sencilla que se opone al proyecto minero, sino de grupos que tienen conocimiento de cómo llevar las cosas a extremos”, en alusión a una presunta connivencia entre algunos dirigentes campesinos y grupos de narcotraficantes, que campan a sus anchas por las regiones fronterizas.
Así las cosas, el 2 de mayo, por medio de un decreto publicado en el Diario Oficial (BOE), el gobierno decretó el estado de sitio en los cuatro municipios próximos a la explotación minera. El presidente, Otto Pérez, puntualizó que la medida obedecía a “hechos delictivos que van desde asesinatos y destrucción de bienes del Estado, asociación ilícita y robo de armas”.
Los antecedentes se remontan a noviembre de 2012, cuando presuntos comunitarios atacaron la entrada de la mina. En esa ocasión murieron dos agentes privados de vigilancia, robaron varias cajas con explosivos y quemaron tres vehículos de la empresa.
La presunta connivencia con las mafias del narcotráfico es negada rotundamente por los vecinos del sector, quienes califican el actuar de las fuerzas del orden como una agresión a los líderes comunitarios. “Hay una legítima resistencia y vemos cómo el Estado sólo defiende a una empresa que causa zozobra en la región”, dijo a la prensa Kelvin Jiménez, integrante del llamado Parlamento Xinca, que aglutina a los pobladores de la región.
El Gobierno ha rectificado y en una rueda de prensa ofrecida este lunes, tanto el titular del Interior, Mauricio López, como la fiscal general, Claudia Paz y Paz, afirmaron que el estado de excepción obedece al robo de explosivos en noviembre de 2012 y al despojo de las armas de reglamento a los policías tomados como rehenes el pasado 30 de abril. “No es por nexos con el narcotráfico como se dijo la semana pasada”, subrayó López Bonilla.
Al cumplirse una semana de la implantación del estado de sitio, que ha movilizado a 3.500 soldados, los resultados son más bien pobres: cinco detenidos, mientras 25 permanecen prófugos. A todo esto, el Congreso (legislativo de una cámara) sigue sin ratificar el estado de sitio decretado por el Ejecutivo, lo que deja a la medida en un limbo legal.
Lissette Garcia
RosasSinEspinas
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