Hace 20 años justos, la Cosa Nostra asesinó en Palermo al juez Paolo Borsellino, pero cada vez hay más indicios de que no lo hizo sola. Desde antes del atentado, el Estado italiano y la Mafia mantenían conversaciones para frenar las masacres a cambio de ciertas concesiones, sobre todo en materia penitenciaria. Tanto Borsellino como su amigo Giovanni Falcone —asesinado dos meses antes— se habían opuesto a tales canjes. Las últimas pesquisas de las fiscalías de Palermo, Caltanisetta y Florencia parecen indicar que sectores del Estado habrían traicionado a los jueces hasta el punto de permitir que la Cosa Nostra los asesinara. La policía ha grabado unas conversaciones telefónicas recientes en las que, al verse acorralado por los fiscales para que diga qué sabe sobre el asunto, el ministro del Interior entre 1992 y 1994, el democristiano Nicola Mancino, pide ayuda al presidente de la República, Giorgio Napolitano. El jefe del Estado exige que tales interceptaciones sean borradas. Pero la fiscalía de Palermo se niega.
Italia, que apenas puede soportar los problemas del presente, debe arrastrar también la oscura carga del pasado. Y la más vergonzosa sin duda es la que apunta a que Falcone y Borsellino, los dos héroes indiscutibles de la lucha contra la Mafia, pudieron ser traicionados por el propio Estado al que servían. Como ha dicho en más de una ocasión Attilio Bolzoni, el experto del diario La Repubblica, la Mafia, a través de los arrepentidos, ya ha hablado. Ahora falta la versión del Estado, cuyo comportamiento sigue siendo un misterio. Uno de los hombres que a buen seguro tiene mucho que contar es el exministro Nicola Mancino. Pero, a preguntas de los fiscales, titubea, entra en contradicciones, calla. En un intento desesperado por no ser cazado, descuelga el teléfono y llama al palacio del Quirinal para pedir ayuda. Pide consejo a los asesores del presidente de la República y, al final, logra hablar con el propio Giorgio Napolitano en dos ocasiones. Le pide que medie ante la fiscalía de Palermo para que rebajen la presión sobre él.
Si existe un personaje en la política italiana que todavía goza del respeto de la mayoría, ese es Napolitano. Pero el asunto de las escuchas amenaza con minar la credibilidad del viejo comunista convertido en jefe del Estado. Tras ser puesto en tela de juicio, sostiene —enarbolando la ley 219 del 2009— que las conversaciones del presidente de la República no pueden ser interceptadas ni siquiera de forma accidental. Tales conversaciones, añade, deben ser destruidas apenas se tenga consciencia de que existen, sin esperar siquiera a que un magistrado las escuche y decida si tienen o no valor. La fiscalía de Palermo tiene otra opinión. Dice que las intervenciones no buscaban grabar al presidente, pero sí a Mancino, objeto de la investigación, y por tanto debe ser el instructor quien decida sobre ellas. Ante esta divergencia, Napolitano ha decidido elevar a la Corte Constitucional un conflicto de atribuciones. Dice que no lo hace por defenderse a sí mismo, pero sí las prerrogativas de la institución. Quiere, en suma, evitar un precedente. El choque frontal entre los diversos poderes está servido, pero no es lo más grave. Lo peor es la sensación de que La Casta se sigue protegiendo para ocultar una verdad tanto tiempo buscada y con la que el propio Napolitano, durante el homenaje reciente en Palermo a la memoria de Giovanni Falcone, se comprometió pública y personalmente.
Paolo Borsellino fue asesinado el 19 de julio de 1992, a las puertas de la casa de su madre. La explosión de un coche con 100 kilos de explosivo acabó con su vida y con la de sus cinco guardaespaldas. El caso se resolvió en tres meses. Los presuntos culpables confesaron y fueron condenados a cadena perpetua. Pero, en 2008, un arrepentido admitió que todo aquello había sido un montaje para cerrar el caso. Los acusados habían sido obligados a confesar mediante torturas y promesas. En octubre de 2011, la fiscalía de Caltanisetta reabrió el caso y puso en libertad a siete de los condenados. Entre los misterios del asesinato del juez Borsellino está el destino de su agenda roja. Allí apuntaba todo y siempre la llevaba consigo, pero alguien la robó tras el atentado. El 1 de julio anterior a su muerte, Borsellino visitó a Nicola Mancino en su despacho, pero el exministro dice ahora que no lo recuerda, a pesar de que el juez era uno de los personajes más famosos de Italia. Cuatro días antes de ser asesinado, durante un paseo por la playa, el juez confió a Agnese, su esposa: “No será la Mafia quien me mate”.
Lissette Garcia
RosasSinEspinas
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