Barack Obama, que en el 2008 ganó las elecciones haciendo campaña contra las políticas de George W.Bush y en gran parte ganó gracias al hartazgo de los votantes, hace las paces con su antecesor. La imagen de Obama y Bush juntos en la conmemoración de los atentados del 11-S, el domingo, es un símbolo de la continuidad en la política de Estados Unidos. El legado del ex presidente, muy deteriorado cuando abandonó la Casa Blanca, empieza a ser objeto de revisión.
"Después del 11-S –dijo el actual presidente el domingo–, el presidente Bush dejó claro lo que hoy reafirmamos: EE.UU, nunca lanzará una guerra contra el islam ni contra otra religión".
Cuando Obama llegó a la Casa Blanca, en enero del 2009, marcó el cambio de época prohibiendo el recurso a torturas con prisioneros de la llamada guerra contra el terrorismo y ordenando el cierre de Guantánamo.
Dos años y medio después, el cambio parece menos abrupto. Guantánamo está abierto –por el bloqueo del Congreso y por la escasa voluntad política del presidente–, los tribunales militares siguen en pie para juzgar a presuntos terroristas, algunos se encuentran detenidos de forma indefinida, y la CIA y las fuerzas especiales llevan a cabo operaciones secretas en países con los que EE.UU. no está en guerra.
"Hay que reconocerle el mérito por la operación contra Bin Laden", admitió hace unos días, en una entrevista en la cadena Fox News, el ex vicepresidente Dick Cheney. Que el líder de la facción más dura de la Administración Bush, al que algunos activistas pro derechos humanos les gustaría ver entre rejas por sus infracciones después del 11-S, pronuncie estas palabras sobre Obama es significativo.
Pero no es una excepción. Casi dos de cada tres estadounidenses apoya la política antiterrorista de Obama, según un sondeo de The Washington Post. Cuando llegó al poder, la seguridad nacional era considerada su punto débil.
Nadie sostiene que Bush y Obama sean lo mismo. Al contrario. Bush lanzó dos guerras, una de ellas sin el amparo de la legalidad internacional, y aplicó métodos de detención e interrogatorio como mínimo dudosos. Obama, antes de emprender la carrera a la Casa Blanca, se opuso a la invasión de Iraq y criticó las políticas antiterroristas de Bush.
Nadie discute que su victoria marcó un cambio, y no sólo de tono. Pero la perspectiva histórica abre otras lecturas. Por ejemplo, Bush ya inició muchos de los cambios que Obama ha introducido en los dos últimos años de su mandato. Es el caso de la política exterior más multilateral, o de la estrategia de Iraq a partir del 2007, que sentó las bases de la retirada en curso.
La continuidad también es visible en la política económica. En el 2008, cuando la crisis se avecinaba, Bush promovió un primer plan de estímulo, consistente en rebajas fiscales. Y en octubre del mismo año, tras la caída de Lehman Brothers y el pánico en Wall Street, Bush pactó con los demócratas el rescate bancario.
El rescate, que debía costar unos 700.000 millones de dólares, provocó una rebelión en las bases republicanas. Muchos de quienes se movilizaron entonces engrosaron meses después las filas del Tea Party, el movimiento populista que ha impulsado la oposición a Barack Obama.
El Tea Party, con su ideología antiintervencionista, ha empujado al Partido Republicano a la derecha, hasta el punto de que, comparado con los republicanos actuales, Bush parece un moderado, un político a años luz de la ortodoxia de la derecha en el 2011.
Bush no dudó en gastar centenares de miles de millones para rescatar la banca cuando sus asesores le explicaron que, sin la medida, la economía estadounidense se abocaba a otra gran depresión. En otros ámbitos, como la inmigración, las posiciones de Bush eran más próximas a las de Obama que a la de que sus compañeros de partido.
El comportamiento de Bush una vez retirado, además, ha sido ejemplar. De su boca no ha salido ni un reproche al presidente. Su padre, George H. W. Bush, acabó trabando una amistad con Bill Clinton. No sería extraño que él y Obama siguiesen el ejemplo.
Lissette Garcia
RosasSinEspinas
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