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La guerrilla Colombiana se convierte en árbitro entre Santos y Uribe

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Tan solo en junio pasado parecía que todo salía a pedir de boca. El 26 de mayo se había llegado a un primer acuerdo entre el Gobierno colombiano y las FARC sobre el problema de la tierra. Era solo uno de los seis puntos en litigio en las conversaciones de La Habana entre los negociadores de Bogotá, que dirige Humberto de La Calle (exvicepresidente) y la guerrilla de Rodrigo Londoño Echeverri, alias Timoleón Jiménez, y alias de alias, Timochenko, representado en la capital cubana por Iván Márquez. Pero lo acordado era, como lo calificó la revista Semana, una auténtica ‘arma de transformación masiva’, una reforma agraria que pretendía hacer realidad lo que había intentado sin éxito el presidente López Pumarejo en los años treinta. Pero desde septiembre ese optimismo se ha trocado en decepción. Mientras se agigantaba la sombra del expresidente Uribe, para quien Juan Manuel Santos, pese a haberlo apadrinado como sucesor, es la viva imagen de la traición; las FARC, tanto en Cuba, como con atentados sobre el terreno, no contribuían precisamente a que avanzaran las negociaciones. Caían los índices de apoyo al presidente con un abrumador 72% en contra e incluso su reelección, que en mayo parecía una mera formalidad, se hacía brumosa. Y, tras una larga campaña de feroz crítica contra Santos, Álvaro Uribe se disponía a fin de octubre a elegir candidato para las presidenciales de mayo de 2014. El expresidente no podía por ley optar a un nuevo mandato, por lo que tenía que conformarse con ser cabeza de lista de su partido, recién creado, Uribe Centro Democrático, para el Senado, en marzo, también del año próximo. Toda una novedad en un país en el que los expresidentes pueden ser influyentes pero se están quietecitos en su casa. Las cosas habían comenzado a embolatarse —en colombiano contemporáneo, “complicarse”— con el estallido de una vasta protesta campesina en la zona del Catatumbo, que la izquierda juzgaba fruto emponzoñado del Tratado de Libre Comercio con EE UU por el que los productos norteamericanos le hacían la competencia con ventaja a la agricultura local. El paro se extendió a gran parte del país, el Polo y otras fuerzas organizaron marchas ciudadanas, las FARC lo saludaron con el mismo entusiasmo que si fuera idea suya; pero lo más grave fue que el presidente Santos, de ejecutoria prudente y competente olfato, perdió una excelente oportunidad de callarse cuando negó que hubiera “paro nacional” alguno. Si la habitualmente pasiva ciudadanía colombiana se encrespaba con una protesta que duró semanas y una intensidad inédita desde hacía décadas, hubo quien hasta barruntó que aquello podía ser un nuevo comienzo. Ese mismo septiembre Santos aireaba internacionalmente sus preocupaciones lanzando ante la asamblea general de la ONU un ultimátum a la guerrilla: “Ya llevamos un año de conversaciones y solo hemos logrado acuerdos en un punto de la agenda…y la paciencia del pueblo colombiano no es infinita”. Las conversaciones a cara descubierta, pero no públicas, habían comenzado en otoño de 2012 en la capital cubana y apenas a comienzos de octubre se entraba a discutir un segundo punto, aunque ciertamente mayúsculo, como era la participación política o incorporación de los guerrilleros a la legalidad, que concitaba una cuestión capital: ¿impunidad para los culpables? Ante la posibilidad de que matarifes convictos y confesos no recibieran castigo, la opinión pública reaccionaba mayoritariamente indignada, lo que prestaba un excelente trampolín a Uribe para cargar contra el jefe del Estado. Ante el desbarrancadero de las encuestas Santos había procedido a un reajuste gubernamental, significativamente anunciado como ‘Gabinete de Unidad para la Paz’, donde destacaba el nombramiento de Alfonso Gómez Méndez en Justicia para lidiar con el espinoso problema de la participación política, y Rubén Darío Lizarralde en Agricultura, encargado del reparto de tierras a campesinos despojados y desplazados por el conflicto. El Gobierno decía tener a mano, entre baldíos, expropiaciones y recuperación de tierras del narcotráfico, entre tres y seis millones de hectáreas. Estaba claro, sin embargo, que los insurgentes no iban a aceptar ni un solo minuto de cárcel —jefes o subordinados— lo que obligaba al poder a desplegar tales acrobacias jurídicas como solo conoce el acervo político colombiano. El llamado ‘marco jurídico para la paz’ preveía una solución enigmáticamente denominada ‘justicia transicional’, que zascandileaba con suspensión de penas y posibles deportaciones al extranjero para no tener que enviar a los culpables a la cárcel. Pero las FARC no admitían ni siquiera un simulacro de condena. El fiscal general Montealegre había alimentado la idea de que solamente los culpables de delitos atroces irían a presidio, y el propio Santos había reiterado que los mayores culpables penarían cárcel. Pero Iván Márquez no había ido a La Habana para que le extendieran un certificado de penales, y la guerrilla siempre había sostenido que la guerra, cuyo comienzo databa del fracaso de la reforma agraria de López Pumarejo en 1936, era responsabilidad del Gobierno. Llegado el otoño, el calendario era lo que más debía preocupar al presidente. Juan Manuel Santos había previsto un proceso negociador “breve, realista y conciso”, de meses, y en ningún caso años. Ya a principios de diciembre de 2012 una elemental prudencia le aconsejaba, sin embargo, ampliar el plazo a noviembre de 2013. Y habida cuenta de la politización extrema del segmento activo de la ciudadanía, el hecho de que las legislativas estuvieran fijadas para el 9 de marzo de 2014, significaba que ya se estaba en plena campaña. Santos es lógico que pretendiera presentarse a la reelección con la firma del fin de las hostilidades en el bolsillo, y aunque ya había insinuado que sería candidato, no lo había anunciado formalmente. Se barajaban por ello diversas posibilidades: que se presentara con firma o sin ella; y que no lo hiciera si no había acuerdo, o incluso si lo hubiera, en plan de regidor magnánimo que no ambiciona el poder, una vez cumplidas sus promesas. Pero la peor hipótesis parece la más probable: que haya elecciones con las negociaciones aún por desenredar. La actitud de las FARC, entre tanto, es insondable. ¿Alarga la guerrilla la negociación pidiendo lo imposible como que las elecciones sean constituyentes, porque bajo esa presión creen que Santos sería más “manejable”? ¿No le importa que una negociación fracasada sirva a los propósitos de Uribe, que ha tronado —y trinado, colombiano para tuitear— contra la negociación? ¿No temen los insurrectos que si las elecciones se celebraran sin acuerdo tuvieran que vérselas con unas cámaras nutridas de uribistas y con el expresidente dominando el Senado? Y tampoco habría que descartar que el desastre cobrara tal magnitud que en las presidenciales tuviera posibilidades el ungido de Uribe. La posición de las FARC sobre participación política se ha endurecido en las últimas semanas, pero quizá por ello puede haber grietas en su equipo negociador. Se dice que los que han sufrido los peores arreones del Ejército son los más receptivos a los argumentos de Bogotá, como Pablo Catatumbo, longevo comandante sobre el terreno, mientras que los que llevan tiempo fuera del país haciendo relaciones públicas de una tropa de terroristas, secuestradores y asesinos, como el segundo de Timochenko, Iván Márquez, son mucho más de la cáscara amarga. Existe una posición intermedia, de quienes operan en zonas próximas a la frontera con Ecuador, donde han podido hallar durante años refugio. El presidente ecuatoriano Rafael Correa dijo en una entrevista en 2008 que su país lindaba por el norte “no con Colombia, sino con las FARC”. Y uno de los que milita en esa ambigüedad y tiene gran peso en la organización es Joaquín Gómez, lugarteniente del líder histórico de la fuerza guerrillera, Pedro Antonio Marín Marín, alias Manuel Marulanda Vélez y, alias de alias, Tirofijo, que falleció por causas naturales en la jungla en marzo de ese último año. Pero las dificultades no acababan ahí. Un factor que añadía urgencia a las negociaciones era el llamado “refrendo popular para la paz”, que el Gobierno pretende que se celebre por vía de referéndum coincidiendo con las elecciones legislativas o presidenciales, opción que rechaza la guerrilla porque es probablemente consciente de su impopularidad. Y Uribe, siempre atento, reprochaba que esa consulta solo tendría sentido si las FARC entregaban previamente las armas porque, si no, sería “como votar con los fusiles en la nuca”. El gran ‘suspenso’ del pasado fin de semana lo ha aportado la elección del candidato de Uribe a la presidencia. Unos 1.300 compromisarios del Centro Democrático debían optar entre tres aspirantes: Oscar Iván Zuluaga, hombre del aparato, que ha sido el vencedor; Pacho Santos, primo hermano del presidente; y Carlos Holmes Trujillo, político profesional. El periodista y ex vicepresidente con Uribe, Pacho Santos, habría ganado claramente, como es creencia universal, si la elección hubiera tenido lugar, como estaba previsto, por consulta popular. Pero el expresidente prefería en apariencia que ganara Zuluaga, razón por la que impuso la votación intra-partidaria, susceptible de primar cuestiones burocráticas y alianzas internas. La versión más racional de la preferencia por Zuluaga, político escasamente conocido, era que si las presidenciales se dirimían entre dos primos, Juan Manuel Santos y Francisco (Pacho) Santos, el espectáculo sería de ‘república bananera’, un mano a mano oligárquico. A punto de cumplirse un año de negociaciones, solo está aprobado el punto de la tierra, lo que está lejos de ser un éxito porque el único acuerdo de fondo entre Gobierno y guerrilla es que “nada estará acordado, si no está todo acordado”, como dice Sergio Jaramillo, alto comisionado de paz y gran responsable de la estrategia negociadora. Y aun faltan por debatir la erradicación del narcotráfico, que debería quedar para cuando hubieran cesado las hostilidades; la reparación a las víctimas, que estaría básicamente satisfecha con la consolidación de la reforma agraria y la resignación popular a un alto grado de impunidad para los asesinos; y, por último, la terminación del conflicto armado, que se desprendería naturalmente del acuerdo sobre todos los puntos anteriores. La inclinación de Álvaro Uribe por un político profesional en lugar de un aspirante a tribuno como Pacho Santos, ha ahorrado al público algo inédito en la historia de las elecciones no solo colombianas sino latinoamericanas: que dos primos hermanos y además primos dobles, como se dice en Colombia, de padre y madre, se enfrenten por la presidencia. Zuluaga, al que hay que ver en el mejor de los casos como un ’hombre ligio’ del expresidente, ya ha estigmatizado la continuación de las negociaciones y tiene meses de campaña para actuar como eco implacable de su jefe. Paradójicamente, son las FARC quienes pueden decantar la balanza en favor del Santos presidente, apresurando la marcha hacia la firma de alguna promesa de paz a la vista de los idus de marzo. Lissette Garcia RosasSinEspinas

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