El ministro de Asuntos Exteriores, José Manuel García-Margallo, se encontró el viernes con el embajador estadounidense en España, James Costos, en el hotel Reconquista de Oviedo, donde ambos habían acudido para asistir a la entrega de los Premios Príncipe de Asturias. Se limitaron a intercambiar saludos cordiales y soslayaron, diplomáticamente, las actividades ilegales de la Agencia Nacional de Seguridad (NSA) en España. Será a las 10.30 de este lunes cuando, en ausencia de Margallo y por orden de Rajoy, el secretario de Estado para la UE, Íñigo Méndez de Vigo, pregunte al embajador “si son ciertas, en todo o en parte”, las informaciones publicadas esta semana por EL PAÍS, según las cuales la agencia estadounidense dedicada al control global de las comunicaciones ha rastreado millones de llamadas telefónicas, SMS y correos electrónicos de ciudadanos españoles.
Costos ya adelantó, en una entrevista con este diario el pasado 24 de septiembre, la respuesta que dará al Gobierno español: “Lo que ha pasado es algo que otros hacen también”. Pero no aclaró qué es lo que ha pasado. Ni tampoco lo que Estados Unidos y otros países hacen.
En noviembre de 2001, apenas dos meses después del 11-S, el entonces presidente José María Aznar viajó a Washington. De su reunión con el presidente George W. Bush salió la decisión de enviar tropas a Afganistán y el compromiso de reforzar la cooperación contra el terrorismo: tanto el de ETA como el yihadista. A cambio de dar vía libre a los servicios estadounidenses para operar en suelo español —la CIA y la NSA tienen oficinas en Madrid y otras ciudades—, Aznar pidió a EE UU que facilitase al Centro Nacional de Inteligencia (CNI) equipos avanzados de interceptación.
El control de las comunicaciones por satélite, repetidores de telefonía o cable es una actividad rutinaria de los servicios de muchos países. Por Conil (Cádiz) pasa el Columbus III, un cable submarino de 9.900 kilómetros que une Sicilia con Florida y por donde circulan parte de las comunicaciones transatlánticas. Los expertos dan por hecho que la NSA, y no solo ella, lo tiene pinchado. El problema es procesar y explotar tal volumen de información.
La legislación española impide al CNI intervenir teléfonos e incluso recopilar metadatos —hora y duración de la llamada, identidad del emisor y del receptor, localización de ambos— sin autorización judicial. Y aunque la adscripción al centro de un juez del Tribunal Supremo facilita el trámite, no cabe una intervención masiva e indiscriminada.
“Pero la ley solo rige para tu propio país, toda actividad de espionaje en el extranjero es por definición ilegal. Y eso vale para las actividades de la NSA en España”, afirma un exresponsable del servicio secreto español.
La dependencia de EE UU no solo es tecnológica —aunque España desarrolle sus propios programas y se abastezca en otros mercados, como el israelí— sino operativa. Ni siquiera tras el escándalo provocado por el caso Snowden se ha frenado la cooperación. En las últimas semanas, en el marco de una operación antiterrorista, los servicios secretos españoles han recurrido a la NSA para identificar al autor de una comprometida llamada. La NSA ha facilitado la información, pero sin explicar cómo la ha obtenido. Tampoco lo hará España cuando devuelva el favor.
España no puede ser más transparente para Washington. Documentos filtrados por Wikileaks muestran cómo altos cargos del Gobierno del PSOE y dirigentes del PP en la oposición frecuentaban la Embajada estadounidense en Madrid y confesaban sin rubor sus querellas internas.
Entonces, ¿por qué se ha molestado la NSA en espiar a España? “Por si acaso, porque puede”, responde un veterano diplomático. “Sabía que la reacción de Rajoy no sería demasiado airada. No pondrá en riesgo la relación bilateral con EE UU ni su anhelada visita a la Casa Blanca”.
Rajoy alega que a él no le consta, como a la canciller Angela Merkel, que su teléfono haya sido pinchado. Pero elude preguntar a quien legalmente debería sacarle de dudas: el CNI.
En 2009, la red informática y de comunicaciones del Ministerio de Asuntos Exteriores sufrió un ataque sin precedentes. Durante varios días, embajadores y demás diplomáticos fueron advertidos de que no enviaran documentos confidenciales e incluso se bloqueó el acceso al correo electrónico corporativo.
Tras un exhaustivo análisis forense, el CNI confirmó que el ordenador central del departamento —donde se almacenan informes secretos, telegramas cifrados y notas de despacho, entre millones de documentos— había sido infiltrado por un troyano diseñado para recopilar información sin dejar ningún rastro en el sistema, por lo que podía haber permanecido latente por tiempo indefinido si un servicio secreto amigo, aunque modesto, no hubiese dado la alarma: el suizo.
El CNI concluyó que el ataque, de una alta sofisticación, solo podía ser obra de un Estado y la lógica apuntaba hacia Rusia. Nadie se planteó entonces que un país aliado pudiese estar detrás. Ahora, a la vista de las revelaciones de Snowden, algunos de los que vivieron aquel episodio empiezan a sospecharlo.
Lissette Garcia
RosasSinEspinas
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