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Mitt Rommey El candidato republicano tiene ahora que mostrar un perfil aceptable para la mayoría

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El expresidente Jimmy Carter, un polo de disidencia en sus últimos años, sorprendió esta semana a todos al afirmar que se sentiría “cómodo” con Mitt Romney en la presidencia. “Creo que Romney se ha comportado en el pasado como un moderado o un progresista, fue competente como gobernador y también dirigiendo los Juegos Olímpicos de Salt Lake City”, declaró a la cadena de televisión NBC.

Sin mencionar a Carter, la Casa Blanca reaccionó inmediatamente con un discurso del vicepresidente, Joe Biden, en el que aseguró que Romney ve el mundo “desde el prisma de la guerra fría” y, recordando unas palabras recientes en las que el candidato republicano afirmaba que Rusia era “el enemigo estratégico número 1 de Estados Unidos”, advirtió de que su victoria en las elecciones presidenciales de noviembre significaría el regreso al pasado de un mundo polarizado y en conflicto.
Poco ha dicho hasta ahora el propio Romney en esta campaña electoral para dar definitivamente la razón a uno o a otro. Concentrado esencialmente en obtener la nominación frente a rivales más conservadores que él y en un partido cuya base ha girado fuertemente a la derecha desde hace tiempo, Romney no ha tenido hasta ahora oportunidad de dirigirse al conjunto del país.

Pero ese momento ya ha llegado. Su principal contrincante, Rick Santorum, está fuera de la carrera y convocando a la unidad. Newt Gingrich, a punto de retirarse también, ha perdido toda relevancia. Romney tiene ya asegurado su nombramiento en la convención republicana del mes de agosto y está obligado, por tanto, a darse a conocer a la nación.
Su posición de partida es buena. No ha cometido errores irreparables a lo largo de las primarias, no hay, que se sepa, borrones peligrosos en su historial personal, su campaña tiene un fuerte apoyo financiero y su figura es fotogénica y presidencial. Diferentes encuestas lo sitúan entre siete puntos de desventaja con Barack Obama y un empate. La media de la página web Real Clear Politics mostraba ayer un 47,9% para Obama y un 43,6% para Romney, lo que permite anticipar unas elecciones competitivas y abiertas.

El desafío para Romney es el de acertar con el perfil que va a mostrar a sus compatriotas ahora que ha llegado la hora de hacerlo. El candidato republicano es en estos momentos, esencialmente, un desconocido. Su respaldo actual está más basado en la oposición al actual presidente y en la esperanza ciega de que algo mejor lo sustituya, que en los méritos reconocibles del aspirante. Romney compite, además, contra un hombre que goza de un afecto personal muy superior al apoyo a su gestión. En una encuesta reciente de The Wall Street Journal-NBC, un 63% expresaba una opinión positiva sobre Obama, un 30%, de ellos, muy positiva. Romney tendrá que demostrar, por tanto, no solo que tiene buenas ideas para mejorar la situación económica, sino también que posee la personalidad que los norteamericanos esperan de su presidente.

Lo que hemos visto hasta ahora en las primarias, con descalificaciones de cariz ideológico a cualquier aspecto de la gestión de Obama, incluida su ampliamente respaldada política de seguridad, no apuntan en la dirección centrista y moderada que se requiere para obtener los votos de los independientes y conformar las mayorías necesarias para ganar unas elecciones. Radical en su oposición al aborto y el control de natalidad, Romney se ha creado dificultades con el voto femenino. Sin contemplaciones con la inmigración ilegal, el candidato republicano tiene en estos momentos peores cifras entre los electores hispanos que las que obtuvo John McCain hace cuatro años. Confiado en que la situación económica es su gran baza para una victoria, se ha negado a reconocer la evidencia de la reducción del desempleo y del crecimiento del producto interior bruto, aunque ambos sean de forma modesta. Hace unos días, Romney pronunció un mitin criticando el alto índice de paro, sin reparar que lo hacía en una fábrica de Ohio en la que se habían perdido cientos de empleos durante la gestión de George W. Bush y se han recuperado una parte de ellos en la actual Administración.
Ese Romney conservador y ardientemente anti-Obama parece imprescindible para aglutinar al Partido Republicano y generar el deseo de un cambio de rumbo. Pero se conoce la existencia de otro Romney, ese que le ofrece tranquilidad a Carter y que convenció a los electores de un Estado progresista como Massachusetts, el territorio de los Kennedy, para que lo eligieran como gobernador. Ese Romney moderado y pragmático aparece en su biografía desde el momento mismo de la cuna: su padre, George Romney, fue un gobernador centrista de Michigan —apoyó el movimiento por los derechos civiles— y candidato presidencial republicano, derrotado en 1968 por Richard Nixon por mostrar ciertas dudas sobre la guerra de Vietnam.

Criado en el mundo de los negocios —y de los negocios de alto riesgo, como la firma de inversiones Bain Capital, de la fue cofundador en 1984 y donde trabajó durante 15 años—, ha entendido la política, esencialmente, como la labor de resolver problemas colectivos de la forma más eficaz posible. Tanto en su tiempo de ejecutivo como en el de político, ha evitado la confrontación personal y el conflicto, entendidos como una pérdida de tiempo. En 1994 compitió y perdió con Edward Kennedy por un escaño en el Senado, y acabó la campaña convertido en un buen amigo del gran tótem de la izquierda, una relación que duró hasta su muerte.

Lo que es una virtud para adaptarse a las circunstancias, en el caso de Romney puede convertirse también en un serio inconveniente. Lo que más ha trascendido sobre él hasta el momento es su facilidad para cambiar de opinión. Se le ha llamado “la pizarra mágica”, esas en las que se hace desaparecer al instante el último dibujo para sustituirlo por uno nuevo. El otro ángulo de Romney en el que se ceban los humoristas es el de su dinero. Aunque cada día repite que no tiene por qué pedir perdón por su éxito como empresario, ciertamente un hombre con una fortuna superior a los 250 millones de dólares y que paga un 15% de impuestos no es, precisamente, el americano medio.

Habrá que esperar al otro Romney, al que se sospecha que existe, al que una vez existió, para comprobar si puede compensar los defectos del actual.




Lissette Garcia
RosasSinEspinas

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