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Ser Gay en la villa o Putos como le llamaban

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Buenos Aires, Argentina,
“En la villa siempre les llamamos los putos, sin vueltas, aunque esa palabra tenía otras connotaciones”, fue lo primero que aclaró Gustavo Barco cuando lo invitaron a escribir una crónica sobre cómo se vive la homosexualidad entre los más pobres. El nació, pasó su infancia y aún hoy vive en el barrio General San Martín, ex villa 12.
Gustavo es egresado del máster de Periodismo de La Nación y la Universidad Di Tella, colaborador del suplemento dominical “Enfoques” y productor periodístico de Canal 13.
“En la villa, como en Recoleta o en Puerto Madero o la misma historia de la humanidad, siempre hubo putos”, dice. “Para nosotros, puto era el ortiva que delataba a alguien que robaba un caramelo o una billetera, el que te metía mula a las bolitas, puto era el que no se bancaba las patadas en el picado del potrero y cobraba ful por un rasponcito… puto era el que le garcaba la novia a un amigo. Las cosas eran claras; por ejemplo: si por alguna razón una señorita invitaba a ser agasajada allá en los fondos oscuros y el varón se negaba, ahí, eras un puto de mierda, y no había vuelta atrás.”
Sin embargo, ser puto puto, en serio, maricón, homosexual, es muy difícil en la villa. “Para nosotros ser puto era otra cosa, estaba relacionado con lo que no se hace, con lo asqueroso, con lo que no se quiere. En mi pasillo no vivía ninguno, ni en los de al lado…al menos en la barrita que integraba, no había rastros de alguien así”, agrega.
Muy pocos hablaban de eso. Uno se enteraba, de chico, y parecía como si fuera un pecado más que terrible eso de que un hombre se vista de mujer o que hable suavecito como las nenas. A veces las señoras se persignaban y le daban gracias al Señor cuando se enteraban que sus hijos ya habían debutado. ( En esa época, varios flacos del pasillo 2 y 3, se decía, se habían enamorado de chicas de la Isla Maciel).
Uno se iba enterando que el hijo del chaqueño y el de don Reynoso, habían ido juntos a la colimba y que entre carreras march y guardias nocturnas se enamoraron y por eso cuando volvieron, andaban juntos para todos lados y que fueron de los primeros a los que no les importó nada el qué dirán.
También estaba el gordo Raúl, del pasillo del kiosquito, un vago simpático al que nunca se le conoció un trabajo pero que andaba siempre con guita; algo que nos llenaba de asombro era lo que se decía de él, que cuando los sábados a la tarde salía peinado y de camisa, se iba a trabajar al viejo cine San Martín, de Flores. Con los pibes pensábamos que era boletero o algo así. Al tiempo nos enteramos que se dejaba tirar la piola en el continuado. Decían, también, que a ese mundo lo había ingresado el “facha” Toledo, de un pasillo cerca de la iglesia. Siempre andaba muy bien vestido y creo que fue el primero al que vimos con pantalones prelavados y zapatillas Nike. Pila de veces lo vimos bajar del auto fantástico que lo dejaba a un par de cuadras de la villa. Para nosotros era el auto fantástico, el de la tele.
Homosexualidad en la villa
Otras historias se contaban de un chico, de nuestra edad, 10, 11 años, de la otra cuadra, que hablaba con la voz bien finita y que se quedaba a jugar a las muñecas con sus compañeras en lugar de prenderse a jugar a la pelota o ir a tirarse con un cartón del terraplén de las vías del ferrocarril.
En los pasillos de la villa se comenta que el hijo de Coca se fue del barrio porque es “maricón”. “Acá no te salvás ni de los putos”, comenta Manuel mientras enciende un porro, frente al potrero de la 25 de Mayo, en San Fernando. La tarde es gris y la cannabis, un ritual luego del picado diario. Y Mario con el tinto en la botella de Fanta: “La vieja lo echó a las patadas. Ese pibe era raro y estaba en cualquiera, la iba a pasar mal acá”.
Daniel “El Chueco” recuerda esa tarde como uno de los tantos momentos en los que se calló por “terror”. Nacido en la villa 25 de Mayo hace 23 años, el hijo de Marcela, la cajera del mercadito Bengala, sabe que le gustan los hombres, desde los besos y las caricias con un amigo del barrio a los 10, desde aquellas “pajas de a dos” en el patio de su casa cuando todos dormían. “Al principio no te das cuenta que eso es ser gay. Yo me besaba con mi amigo, pero después me cagaba a piñas si uno se me hacía el vivo”, recuerda Daniel en un banco de la Plaza Miserere, mientras se ríe de él mismo, “de mi vieja, de la gente del barrio, de la puta madre que los parió”, agrega.
El Chueco reconoce que “las cosas habrían sido peores” si su padre hubiese estado vivo. De todas maneras, la adolescencia no dio tregua a aquel chico de 15 años que no había probado una mujer, que despertaba sospechas en el barrio y que no sólo debía lidiar con sus “confusiones”, sino también con el “¿No serás puto vos?”, de su madre y hermanos.
Daniel admite que sólo pudo vivir su sexualidad libremente cuando se fue del barrio, para vivir en un hotel familiar en el barrio de Once. “Cuando empecé a trabajar en el bar de la estación ya la tenía re clara y sabía que los hombres no me iban a dejar de gustar, así que un día agarré a mi vieja y le dije que me venía para Capital, nada más. Nadie del barrio sabe que soy gay”.
Y probó uno, dos, tres y más hombres. Y lo discriminaron por ser gay. Y lo discriminaron por ser un “negro villero”. Y fue discriminado por heterosexuales y homosexuales. Así empieza la historia
El conurbano no es gay friendly
“Si tenés un amigo, un hermano, un primo o un compañero que sea gay o lesbiana, respetalo. No discrimines por orientación sexual”. El mensaje es claro y los panfletos ya recorrieron aquellos barrios donde gay friendly es un término desconocido y el smog de la gran ciudad se convierte en la nube espesa de polvo, que dejan al pasar los ferrocarriles Sarmiento y Roca. Los autores tienen entre 18 y 30 años y, desde 2006, luchan contra el prejuicio y los estereotipos más allá de la General Paz, allí donde el consumo G de la ciudad de Buenos Aires no existe.
Desde el Instituto Nacional contra la Discriminación, la Xenofobia y el Racismo (INADI), las cifras son alarmantes: “En el año 2010 se registraron 34 denuncias de discriminación por diversidad sexual en toda la provincia de Buenos Aires, de las cuáles 29 corresponden al Conurbano Bonaerense, por lo que representa más del 85 por ciento del total”, según informaron del Departamento Jurídico del organismo.
“El gay típico es de clase media alta, de Palermo, San Telmo y Almagro, el chico estereotipado que escucha Madonna y usa ropa de marca. Fuera de esos patrones, no encajás”, sentencia Diego Bochio de Jovenes por la Igualdad.
A sus 25 años, Darío tiene en claro que su camino va por la militancia, a pesar de los constantes comentarios de su padre: “Encima de puto, ¡sos zurdo!”. Callado en su seno familiar debido a que “de ciertas cosas no se hablan”, el joven de Laferrere distingue que “a la gente no le entra en la cabeza que un gay sea metalúrgico y se agarre a las piñas en un potrero jugando al fútbol”, por lo que se propone “llegar al pibe que esté más hecho mierda y en el lugar más recóndito de la provincia de Buenos Aires, para que puedan asumir su sexualidad en un clima tan hostil como el Conurbano, porque no es igual ser gay en Laferrere que en Palermo. Si yo voy de la mano con un tipo por mi barrio, me cagan a puteadas”.
Discriminadores, discriminados
Tifanny sueña con ser actriz de drama. Con 28 años escondidos en varias capas de maquillaje y vestida para el infarto, la travesti oculta en su amplia sonrisa un pasado triste en el que casi termina con su vida. Oriunda de la provincia de Entre Ríos, la blonda de ojos oscuros llegó a Buenos Aires a los 21, para encontrarse con una ciudad que le cerró las puertas y la condujo a un fuerte estado depresivo, del que casi no se salva.
Un hotel familiar en San Telmo fue el refugio para aquella joven dispuesta a llevarse Capital Federal por delante e ingresar, sin escala, en el jet set mediático. Meses más tarde, Tifanny descubriría que “para ciertas cosas, uno tiene que estar tocado por una varita mágica, como Florencia De La V” y se enfrentaría a la dura realidad de una ciudad que no se caracteriza por ser un semillero de empleos y oportunidades para las travestis, sino todo lo contrario.
“A nosotras nos discriminan en la misma comunidad homosexual. Nos hacen pagar una entrada más cara en algunos boliches o, directamente, nos prohíben el acceso”, dice.
Por su parte, el sociólogo Marcelo Urresti Rivero señala que “la discriminación tiene que ver con un mecanismo madre, que es la descalificación de un ‘otro’, para que el ‘nosotros’ se fortalezca.
La discriminación por clase social atraviesa también el circuito homosexual. Al respecto, Urresti Rivero reconoce que “A menor nivel socioeconómico, menores niveles educativos y viceversa”, y agrega que “los pobres son los que más discriminan y eso tiene que ver con el efecto de que en las capas bajas están todos juntos peleando por recursos que les son escasos y que no alcanzan para todos. Al ser más vulnerables, la discriminación es mucho más violenta”.
El humano discrimina por defecto. En su intento de atacar a lo “diferente”, el hombre ha segregado a lo largo de la historia a grupos minoritarios y comunidades en formación. El villero es marginado. El gay, discriminado. La marica es motivo de burla y el homosexual obrero no compatibiliza con el status quo de la imagen del gay. Con el objetivo de darle un nombre a todo, la sociedad estereotipa, rotula y encasilla, olvidando el concepto de diversidad.

Lissette Garcia
RosasSinEspinas

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