Home » noticias » El socialista, cada vez más seguro y asentado en los sondeos, dialoga con Merkel en la distancia
Faltan siete días para conocer el desenlace de las elecciones presidenciales francesas, que probablemente son las más trascendentes que ha vivido Europa en muchos años. Aunque parece claro que Francia no es lo que fue (y algunos piensan que se parece mucho a la de sus peores épocas), la Europa de los próximos años dependerá en buena medida de la decisión que tomen los 44 millones de electores del Hexágono. El envite y el tiempo dirán si seguiremos teniendo un continente deshuesado por el paro, el populismo, la recesión, los recortes y los egoísmos nacionales, o una Europa más solidaria, capaz de volver a crecer, de proteger mejor a sus ciudadanos y a sus empresas, y de frenar el inquietante avance de la xenofobia y la ignorancia.
La partida se juega entre dos candidatos de carácter, ideas y estilos totalmente opuestos. Tras perder en la primera vuelta, Nicolas Sarkozy, de 57 años, ha dejado abruptamente de representar a la República para convertirse en el candidato que corre tras los votos de la extrema derecha. Erigido en el campeón de “la Francia que sufre”, en el paladín de la identidad nacional y de las raíces cristianas, Sarkozy se muestra cada día más incendiario e histrión, y según ha escrito en Le Monde su enemigo íntimo, Dominique de Villepin, “ha cruzado una a una todas las líneas rojas de la República”.
El aspirante, François Hollande, de 57 años, ha hecho el camino inverso. Se puso el traje presidencial en las primarias socialistas de octubre y sigue en ello: templanza, ironía, prudencia, toda la calma del mundo y una voluntad firme de unir a todos los franceses (y después a los europeos) en torno a la trilogía republicana: libertad, igualdad y fraternidad.
Donde uno apuesta por polarizar, el otro trata de agrupar. Donde uno señala peligros por todas partes, el otro solo ve esperanza. Sarkozy recurre a la retórica negativa, a la división y al odio a los musulmanes para tratar de remontar su desventaja, que sigue anclada entre los 8 y los 10 puntos. Oyéndole reclamar nuevas medidas para contener la inmigración en Schengen, o bramar contra el fraude a la Seguridad Social que cometen los extranjeros, parecería que no ha presidido nunca este país.
Menos tocada por la crisis que sus vecinos del sur, pero bastante más afectada que Alemania, su modelo, cliente y socio principal, la sociedad francesa acude a las urnas en un clima social marcado por el récord de la tasa de desempleo (un 10%, 4,3 millones de personas), y por el pánico al futuro y al mundo exterior. Algunos analistas creen que la situación es similar a la de los años treinta, pero la primera vuelta expresó síntomas contradictorios: el plebiscito contra el presidente (el 73% de los votantes prefirió otra opción) se tradujo en un gran resultado de la extrema derecha de Marine Le Pen (18% de los votos), en el 11% obtenido por el Frente de Izquierda de Jean-Luc Mélenchon, y en la victoria corta pero muy simbólica de Hollande, que logró el segundo mejor resultado de un socialista en la primera vuelta en 60 años de la V República.
La noche de su derrota, Sarkozy decidió jugarse la reelección, el destino de su propio partido, la UMP, y su futuro personal a la ruleta rusa. Durante esta última semana se ha convertido en Sarkopen, copiando y pegando de la a la zeta el programa electoral del Frente Nacional. Por ahora, los sondeos no han dado el menor indicio de que se tratara de una buena idea. Pero Hollande todavía no ha ganado las elecciones. Aunque casi todos le ven ya como nuevo inquilino del Elíseo (está dudando si vivirá en el palacio, y ya ha dicho que jamás recibirá allí a la prensa: “Jugaremos en campo neutral”), Sarkozy pone en cada mitin toda la carne en el asador.
Como escribió Manuel Vicent, estamos ante un político singular, “capaz de entrar el último por una puerta giratoria y salir el primero”. Algunos estudios que cruzan el índice de desempleo con los flujos electorales históricos conceden todavía algunas opciones al presidente. Él mismo vaticinó hace un mes una victoria teatral, por un puñado de votos: “Ganaré porque Hollande es nulo, ¿comprendes?, nulo”, dijo a Le Monde. Pero hoy el pesimismo cunde en su partido, que sigue con enorme inquietud su deriva lepenista y teme una severa derrota en la tercera vuelta, las legislativas del 10 y el 17 de junio.
Tras unos días dedicados a cortejar a los 6,4 millones de votantes de Le Pen, esta semana el presidente intentará seducir a los 3,2 millones de electores del centrista François Bayrou, y superar a Hollande en el cara a cara televisado del miércoles.
En el cuerpo a cuerpo, como depredador de votos y procesador de humores electorales, Sarkozy seguramente no tiene rival en Europa tras la retirada forzada de Silvio Berlusconi (que quizá recordando las carcajadas de Merkozy en Cannes no ha tardado un minuto en correr en socorro de Hollande). El catálogo exhibido en la segunda campaña no ha ahorrado ningún detalle: una energía sobrenatural, todo el cinismo que haga falta, y ningún prejuicio ideológico (“es un honor que me llame fascista un comunista”, ha dicho).
Confiando en su lepenista de cámara, Patrick Buisson, Sarkozy ha recuperado viejas soflamas del mariscal Pétain (ha hablado del “verdadero trabajo” frente al “trabajo falso” de los sindicalistas, y ha convocado una provocadora fiesta de la UMP el Primero de Mayo), y para intentar legitimar la islamofobia del Frente Nacional dice que “es un partido compatible con los valores de la República”.
El giro parece dar la razón a quienes alertan del regreso de la derecha de los años treinta. Sarkozy trata de convertir a los extranjeros en chivo expiatorio, habla a las tripas de los electores, mete los sucesos sangrientos en el debate político, y ensucia el nombre de su rival con falsedades o datos inventados (“busca el apoyo de las mezquitas”, “regularizará a todos los inmigrantes ilegales”).
Hace dos meses, Sarkozy hablaba de importar las reformas liberales de Gerhard Schröder. Poco a poco, sintiéndose perdedor, ha virado hacia el aldeanismo y la víscera, sacrificando en el altar electoral el alma republicana y laica del gaullismo. Quizá así acabe ganando, aunque parece difícil: solo un 20% de los franceses cree que lo hará. Si triunfara ese discurso, sería señal de que la sociedad francesa (y, con ella, la europea) está tan asustada como lo estaba antes de la ocupación nazi.
Lissette Garcia
RosasSinEspinas
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